viernes, 9 de agosto de 2013

Limitaciones.


Via Jean Marc Boyer. Del grupo fbk TAO-SAI.


En aquellos tiempos vivía en China un grupo de monjes conocidos con el nombre de Sabios de la Túnica color Ciruela. Convertirse en un Sabio de la Túnica color Ciruela exigía una gran disciplina. Para los aspirantes el camino era difícil y duro, los días ingratos y las noches largas.
El monasterio de los Sabios de la Túnica color Ciruela estaba en las montañas, al noroes­te de Lo-Yang, la capital de entonces, muchos siglos antes de nuestra Era.

Los sabios, que eran treinta y tres, el mismo número de las energías de la Tierra, caminaban recorriendo China desde un solsticio de invierno hasta el siguiente. Dondequiera que se detuvie­sen al azar de su camino se les acogía con respeto y alegría; la llegada de un sabio repre­sentaba buena suerte para un pueblo. Todos los habitantes interrumpían sus actividades para re­unirse a su alrededor en el pozo central.
El sabio tomaba asiento en el brocal del pozo y, según las circunstancias, impartía enseñanza o hacía que le contasen las dificultades del mo­mento. Si alguien decía: «El año ha sido duro, la cosecha de arroz mala», el sabio no respondía nada, pero su modo de escuchar era de tal calidad que aportaba esperanza y consuelo.
Uno de esos sabios recorría hacía años el país. Un día se detuvo en el pueblo de Ling Ding. Después de algunas preguntas relativas al emperador, al tifón que había asolado las costas, al hambre del Sur, alguien le preguntó: «¿Qué significa este pueblo? ¿Por qué estamos aquí y no en otro sitio?»
El sabio paseó la mirada lentamente sobre los reunidos y dijo: «Aunque no lo sepa, cada indivi­duo se encuentra limitado por el nacimiento, por la educación o por su propia satisfacción. Cada uno de vosotros está limitado de una forma u otra». Sorprendida, la gente intercambiaba miradas entre sí. Incluso se oyeron algunos murmullos. Finalmente, un hombre se adelantó hacia el sa­bio y afirmó: «Yo no me considero limitado. Tengo todo lo que quiero».
Entonces el sabio sonrió. «La limitación se encuentra a veces incluso en el hecho de no sentirse limitado».
Entre la gente del pueblo había un joven que se llamaba Chao Mu. Tenía veintidós años y nunca había abandonado el lugar de su naci­miento. Desde la más tierna infancia ayudaba a su padre a cultivar arroz. Le habían prometido a los seis años y, para crear una familia, igual como su padre y su abuelo antes que él, había roturado un campo, piedra tras piedra, lo había regado y sembrado. También había construido una casa durante los días de lluvia en que no podía salir a trabajar. La fecha de su boda se acercaba.
Ver al sabio despertaba en él nostalgia y le invadía una sensación de profunda soledad. Hacía un tiempo que numerosas preguntas se planteaban en su ánimo, pero las guardaba para sí: «¿No existe más que esta vida?... Esta vida que dedico a plantar y cosechar, y luego volver a casa a dormir hasta la mañana siguiente y volver a empezar...»
Por fin encontraba a uno de esos seres que son capaces de aliviar el sufrimiento, de ayudar a un hombre a superar sus problemas.
Por fin encontraba a un ser que podría res­ponder a sus preguntas.
Como el sabio ya se disponía a partir, no se contuvo y le preguntó:
-¿Puedo acompañarte? Quisiera que me en­señases la vida.
A su alrededor, los campesinos callaron, y cada uno de ellos se preguntaba: «¿Qué ocurrirá con su prometida, con su campo, con su casa? Ha trabajado tanto y tan duramente con sus propias manos...»
El sabio, que adivinaba sin dificultad todos esos pensamientos, le preguntó:
-¿Estás seguro de ti mismo?
-Sí -respondió el joven.
-Entonces, vamos.
Con estas palabras, los dos se pusieron en camino. Chao Mu sólo se volvió una vez para decir:
-La casa y el campo pertenecen ahora a la que fue mi prometida.
El sabio y el joven caminaron durante un buen rato en silencio. Al pasar bajo un membri­llo, el sabio tomó un fruto, encendió fuego para cocerlo y se lo tendió a su compañero.
-No me gustan los membrillos -declaró Chao Mu.
-Limitación -replicó el sabio. Reemprendieron la marcha y Chao Mu vio un ciruelo en un prado.
-¡Oh, qué hermosas frutas! ¡Me encantan las ciruelas! -exclamó con alegría.
El sabio dijo otra vez: -Limitación.
Y sin añadir nada más, prosiguió tranquila­mente su camino.
Unas horas más tarde llegaron a la orilla de un río al que daban sombra unos árboles de troncos sinuosos. El agua se deslizaba apaciblemente y unos cisnes nadaban siguiendo la corriente.
-¡Oh, qué belleza!, ¿verdad? -exclamó Chao Mu. Una vez más, el sabio respondió:
-Limitación.
Cruzaron el río y entonces vieron, de repen­te, en la ribera, el cuerpo de un hombre al que habían apaleado y desvalijado.
-¡Es horrible! -murmuró el joven.
Y una vez más el sabio replicó tranquilamente:
-Limitación.
Mientras caminaba, Chao Mu iba pensando. Cualesquiera que fuesen sus palabras, el sabio respondía invariablemente: «Limitación». ¿Qué te­nía que decir para conseguir otra respuesta?
En ese momento pasaban ante una granja. Los niños estaban jugando en el patio. Sentados en un banco, el padre y la madre les miraban. El joven se detuvo y contempló la escena con placer, percibiendo la sensación de alegre liber­tad que esa familia exhalaba, despertándola en él.
En ese mismo momento, el sabio exclamó:
-¡Eso es armonía!
Chao Mu se volvió hacia él. Estaba muy sor­prendido.
-Si yo no he dicho nada...
-Es verdad, pero en este momento vives la armonía -dijo el sabio.

El camino les llevó a continuación junto a un río. Había una roca en medio de la corriente y el agua se estrellaba contra ella con furia, y saltaba por el aire, pasando a la vez alrededor y por encima del obstáculo.
-Mira esa roca -le dijo el sabio a Chao Mu-. Es una imagen de la armonía. El agua intenta empujar a la piedra con violencia, la golpea con dureza y quiere apartarla. La piedra no contraataca, deja que el agua pase, por encima, por los lados, pero no se mueve. ¡Eso es armonía!
Chao Mu observó durante un buen rato la roca, con expresión abstraída...
Cuando ya caía la noche, el sabio eligió un lugar propicio para detenerse, recogió un poco de leña y el fuego brotó enseguida. El discípulo, que miraba lo que hacía, no comprendió cómo... El camino había sido largo y, poco después, Chao Mu, tendido en el suelo, volvía a ver los años en que había labrado su campo y construido su casa. En ese momento su único bien lo componían las ropas que llevaba y el cielo que tenía sobre la cabeza. Pero sonreía: había encontrado a un maestro, un hombre que le mostraba lo que nunca había. visto y que le enseñaba a considerar la vida de otra manera...
El frío de la mañana le despertó sobresaltado. El fuego se había apagado. Y... ¿dónde estaba el sabio? Ahí estaba su manto. Del río llegaba el ruido de unos chapuzones. Chao Mu metió la mano en el agua e inmediatamente su brazo empezó a entumecerse.
-¡Brrr, está demasiado fría! Esperaré a que salga el sol -exclamó.
-¡Limitación! -le gritó el sabio y, sin saber cómo, el discípulo se sintió lanzado al agua. Salió de ella helado, con la ropa chorreando. El sabio seguía nadando.
¿Quién me ha empujado?
-Tus limitaciones te han empujado.
Una vez reanimado el fuego, el joven, tem­blando de frío, pudo poner su ropa a secar, mientras el sabio le explicaba:
-No hay calor ni frío. Cuando dices «está caliente», te limitas; cuando dices «está frío», tam­bién te limitas.
-Pero en tal caso ya no se puede hablar, ya no se puede decir que hace calor o que hace frío -se quejó Chao Mu.
-Oh, si no tienes nada más que decir, más vale que te calles -replicó el sabio.
Chao Mu comprendió entonces que le que­daba mucho que aprender.
Echaron otra vez a andar, caminaron y cami­naron, y llegaron a otro pueblo. El sabio se sentó en el brocal del pozo según su costumbre. Chao Mu escuchaba atentamente sus palabras. Las personas eran otras, las situaciones distintas, pero las palabras seguían siendo las mismas, y el joven se acostumbró a encontrárselas de pue­blo en pueblo.
A veces, alguno se levantaba y solicitaba se­guir al sabio, apartándose de lo conocido para ir hacia la novedad. Éste recibía una enseñanza del maestro. Algunos le abandonaban ensegui­da, para ir solos más lejos o para volver a sus pueblos.
Pasó el verano y llegó el otoño. Cuatro discípu­los acompañaban entonces al sabio. Chao Mu em­pezaba a percibir mejor la vida en los elementos, en los animales y en todo lo que existía a su alrededor. Un día, dirigiéndose al sabio, le dijo:
-Quisiera saber de dónde vengo, conocer la energía que me anima. ¿Por qué estoy aquí? ¿A dónde voy? Y eso ¿vale la pena?
El sabio le sonrió con mucha dulzura.
-Todas las preguntas de tu corazón encuen­tran su respuesta. Ten paciencia.
A lo largo de los meses que siguieron, yendo de pueblo en pueblo, deteniéndose a orillas de los ríos o sentado bajo un árbol, Chao Mu aprendió mucho: acerca de su disciplina, de sus limitacio­nes, de su equilibrio o su desequilibrio. Se conocía mejor. Sin embargo, tenía la sensación de no estar aún más que al principio del camino.
Cuando llegó el equinoccio de otoño, los discípulos se agruparon alrededor de su maestro para celebrar ese especial momento del año. Hicieron juntos un fuego y el sabio, añadiendo leña, pronunció las siguientes palabras:
-Que el calor de este fuego se manifieste a través de nosotros a todos los que encontremos en nuestro camino. Que su luz se perciba a través de las tinieblas más espesas.
Al día siguiente el sabio se dirigió a un pueblo grande y se sentó en una piedra, al lado del pozo.
Un hombre se acercó para pedirle consejo.
-Oh, maestro, mi familia siempre está enferma y mi ganado no medra. Cada mañana despierto pen­sando en los problemas que el nuevo día me traerá.
Después de mirarle con atención, el sabio dijo:
-Para empezar, vas a quitarte este manto negro que llevas. Ahora, vamos a ver lo que ocurre en tu casa.
La casa que vieron estaba pintada de rojo y amarillo, y decorada con motivos negros.
Vuelve a pintar tu casa de blanco, con un poco de azul aquí y allá -le ordenó el sabio al campesino. Luego prosiguió su visita, pidiéndole a la mujer del campesino que cambiase también el color de su ropa, observando a los niños e indicando qué colores utilizar en cada dependencia de la casa. Para acabar, aún le dijo al hombre:
-Y ahora, empieza a vivir.
-Cuando estuvieron a cierta distancia de la casa, Chao Mu no pudo evitar el expresar su sorpresa:
-¿Por qué cambiar tantas cosas en la vida de este hombre? ¿Por qué no les has hablado más bien de la felicidad ni le has dedicado palabras sabias? ¿Por qué no le has enseñado a ver la belleza como a nosotros nos enseñaste?
-Porque ése no era el origen de sus dificul­tades ni del desequilibrio de su familia. El mun­do terrestre está compuesto por cosas positivas y negativas, por ácido y álcali. Cada color, cada prenda de vestir, es positivo o negativo -expli­có el sabio-. Por ejemplo, el rojo, el amarillo el naranja y el negro son colores negativos; el índigo, el azul, el violeta y el blanco son colores, positivos. El verde es neutro. La seda y la lana son positivas, el algodón es negativo. Los gatos son negativos, los perros positivos. El alimento es ácido o alcalino. Ocurre lo mismo con la música y con todas las cosas de este mundo. Es así como, buscando el equilibrio en su entorno, este hombre mejorará su vida.

El otoño avanzaba, el tiempo cambiaba y Chao Mu tenía tiempo libre para meditar en las palabras de su maestro. Le sorprendía la impor­tancia de la acidez o de la energía negativa en la vida humana.
El frío aumentaba de día en día y empezó a nevar. El grupito se dirigía hacia las montañas. El sabio había enseñado a sus discípulos cómo conservar el calor con la fuerza del pensamien­to, sin necesidad de muchas prendas de vestir.
Cada noche, reunidos alrededor del fuego, se aprovisionaban de calor para toda la noche.
Esa noche, en lugar de dormir como sus com­pañeros, Chao Mu observaba los ojos de un conejo en la nieve y los de un corzo que miraba el fuego, mientras revisaba mentalmente todo el saber que había recibido. Admiraba la blancura de la nieve. Ya no le sorprendía que siempre le hubiese gusta­do tanto... lo blanco es positivo y esa blancura le prestaba energía. El frío es positivo, el calor negati­vo... el sol es positivo, la luna negativa...
Vio entonces que el sabio se levantaba, car­gaba su hatillo a la espalda y se marchaba. Chao Mu le imitó y el maestro se llevó un dedo a los labios para recomendarle silencio. Los dos se alejaron. La nevada caía copiosa, borrando las huellas de sus pasos detrás de ellos.

Por la mañana llegaron a un valle, en cuyo fondo se alojaba un gran monasterio. Se veía llegar de todas partes Sabios del Manto color Ciruela, cada uno de ellos acompañado por un solo discípulo.
Cuando se encontraron al pie de las murallas, el sabio se volvió a Chao Mu y le dijo:
-¿Ves esta silla de bambú? Es la tuya. No te levantes bajo ningún pretexto hasta que venga a buscarte.
Y el sabio desapareció en el monasterio con los otros monjes. Era el día del solsticio de invierno.
Chao Mu observó a los treinta y dos discípu­los que estaban sentados en círculo con él, cada uno en una silla de bambú. Algunos parecían más experimentados que otros, como si hubie­sen pasado por momentos duros. Esa noche, una gran luminosidad bañó el monasterio y los discípulos oyeron cantar a los sabios celebrando el solsticio de invierno, el nacimiento del sol. Chao Mu esperaba que su maestro fuese a bus­carle por la mañana. Pero no pasó nada. Esperó todo el día, y luego llegó la noche y hubo gran agitación entre los discípulos.
Chao Mu sintió hambre y recordó que llevaba una galleta de arroz en el bolsillo. Comió un boca­do y chupó un poco de nieve para aplacar la sed.
De repente, un discípulo se levantó y se dirigió hacia los matorrales en busca de algo que comer. Misteriosamente, su silla desapare­ció; cuando regresó, ya no había lugar para él. Miró por todas partes, desesperado, y acabó comprendiendo que tenía que marcharse.
Pasaron los días, se convirtieron en semanas. Poco a poco, las sillas iban desapareciendo: o bien un discípulo se desvanecía y caía al suelo, o se levantaba.
En primavera no quedaban más que diez que hubiesen soportado el invierno y que ahora vi­vían las lluvias primaverales y la nueva flora­ción. Aprendían a atrapar al vuelo una hoja llevada por el viento y a masticarla lentamente, o a comer lo que crecía próximo, una raíz o una hierba. La disciplina no sólo les había curtido sino que había agudizado sus percepciones. Lle­gó el verano y, con él, el calor sofocante. Ya no quedaban más que cuatro. En otoño, quedaban dos.
Los músculos de Chao Mu se mantenían sóli­dos y su espalda derecha. Podía relajarse y lle­nar cada parte de sí mismo de conciencia y calor. Le bastaba pensar en bayas o raíces... y se materializaban sobre sus rodillas; le bastaba pen­sar en agua... y su cuenco estaba lleno. Llegó un día en que se quedó solo. Era la vigilia del solsticio de invierno.
Ése fue el día en que regresó el sabio. Ven conmigo -le dijo a Chao Mu. Cuando el joven se levantó vio a un nuevo discípulo a quien el sabio hacía sentar en la silla de bambú. Le hubiese gustado hablar con él, advertirle de lo que le esperaba. Pero sabía que no tenía que hacerlo.
El sabio le hizo entrar en el monasterio, a él, que era el único que había quedado en todo el año, para celebrar la fiesta del solsticio en compañía de todos los sabios.
Chao Mu preguntó entonces:
-¿Qué pasa aquí? Al parecer sólo un discí­pulo consigue mantenerse fiel y en su puesto durante todo un año.
-Sí -respondió el sabio-. Cada año se retira uno de los treinta y tres que somos, cuan­do ha completado su trigésimo tercer periplo. Tras un año en el monasterio, estarás preparado para ser un Sabio del Manto de color Ciruela y reemplazarás a uno de nosotros.
Y así se hizo.

Han pasado los siglos, los sabios han dejado su manto pero la tradición no muere. Manteneos atentos. ¿Tal vez habéis encontra­do a uno de esos treinta y tres sabios en vues­tras vidas? ¿Quién sabe? La vida es tan misteriosa...

de FUN-CHANG

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